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viernes, 27 de junio de 2014

El último suspiro

Quizá, sean los últimos momentos en que mi cuerpo posea un alma. Será, que pronto se dará el suspiro final; un final lleno de amargura, mezclado con la pena que la guerra dejó. Una fuerte llovizna nos acompaña esta noche junto con el vino extraído del racimo de la soledad. Cierro los ojos imaginando que aquellos gritos desgarradores son una simple música de melancolía. He visto cosas que el hombre no puede llegar a crear siquiera en su mente, cosas que provocaría el estremecer de todo tu cuerpo, de todos tus músculos.

La cabeza me da vueltas como la tempestad que azotó los corazones del pueblo. De lo poco que he vivido, he aprendido que no puedes confiar ni de tí mismo. Sino, mírame a mí, agonizando y lamentándome de todo lo que dejo en el camino. Lazos ardientes producidos bajo el fuego de la unión poco a poco se desvanecen. La sencilla idea de saber que mis hijos se van a criar sin un padre, me mata. Meditar sobre mi final es agotador. Dudo sobre cuál debería ser mi sentimiento. Hemos ganado la guerra, pero hemos perdido gente en el camino, compañeros que nunca van a ser olvidados. He sido una de las personas más egoístas del mundo al querer luchar por mi país, ya que he renunciado a luchar por mi vida.

Lágrimas corren por mi mejilla que se evaporan por la pasión que penetró en mi piel. Todo este tiempo he negado la existencia de un dios, pero si realmente hay alguien allí fuera: proteja a mi familia. Las punzadas se turnan por sobre todo mi cuerpo para hacerme sufrir. Lo merezco, en serio lo merezco. Por favor, que termine ya esta tortura. Por más que grite, por más que llore, nadie me va a escuchar con las paredes derrumbadas sobre mí.


lunes, 2 de junio de 2014

Esplendor

Leves son mis pasos al caminar por una ciudad tranquila y acogedora. Las baldosas por las que camino contienen agua en el interior de sus grietas, provenientes de la tormenta que azotó la noche de ayer. El viento sopla, fuerte, y levanta las hojas resecas del otoño que dan vueltas alrededor de mí y se alejan poco a poco de mi vista. Las nubes se niegan a ceder al abrazarse entre sí, dejando ver el resplandor del sol intenso que persigue su objetivo. El reloj marca las doce en punto. ¡Oh, Demonios! Se me hizo tarde, se suponía que iba a encontrarme con Leila en “Gizzu”, un bar que por lo visto está más lejos de lo planeado.

Me propongo correr a largos pasos, aunque la tarea se dificulta debido al asfalto -aún mojado- que me permite ver mi rostro reflejado en él. Cuando estoy a unos pocos metros intento recuperar el aliento con una gran bocanada de aire fresco. Tras el ventanal, logro verla con una gran sonrisa de punta a punta al verme llegar. Sus voluptuosos labios corretean a los míos hasta atraparme como prisionero sin escapatoria.

Aún no sé bien cómo la conocí, parecería que sus ojos azules como dos zafiros dignos de contemplación me han puesto bajo anestesia y se adueñaron de mi corazón. Pasamos de ser simples desconocidos a ser un lazo ardiente en llamas por la pasión de nosotros dos, esa llama que siento por dentro cada vez que toma mi mano y la lleva a su pecho. La perfección de esta mujer ni siquiera me deja pensar que sea real.

Agacha la cabeza para beber un pequeño sorbo de café y aprovecha para alejar esa melena inquieta e indecisa de su pálida y preciosa cara. Mientras tanto, le voy narrando aquella historia de cuando estuve preso en Brasil al ser atrapado por la policía federal en un control de alcoholemia luego de llevarme por delante un puesto de flores. Allí conocí a un gran tipo, que al parecer también estaba pasado de copas. Me contó anécdotas muy graciosas como la vez que rescató a “su pelotón de fusilamiento” que fueron encarcelados en una prisión de Berlín por parte de los nazis. No sé qué había fumado ese hombre, pero la verdad que le sacaba un par de sonrisas a Leila y es por lo único que fui a verla.

Al terminar de hablarle sobre mis tiempos aventureros comenzó a darme vueltas la cabeza. A menudo me suele suceder, mas no sé el por qué. Acostumbro a correr cada vez que puedo y estoy en constante movimiento. Ella sabía mi situación, y también empezaba a preocuparse. No era normal que cada unas ocho o nueve horas me agarre el mismo dolor. De pronto mi cabeza me tiró para abajo, haciendo peso muerto. Mis ojos se cerraron y fui perdiendo percepción auditiva.

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De repente, se interpone un cartel entre la pantalla y sus ojos indicando que la batería se encuentra al 4% y que se iniciará el apagado automático.